A todos los que tuvimos que abandonar nuestra
tierra allá por los 60
Sientes
como te vas acercando
a
los últimos recodos del sendero.
Te
das cuenta que han pasado los años,
despacio,
pero es lo cierto…
Ves
como han quedando en el aire
mil proyecto,
inquietudes que nacieron.
Pero
es la vida quien te despierta de un sueño
y
encuentras, que sólo quedan recuerdos
que
oprimen, alegran, o se pierden,
como
nube arrastrada por el viento.
¿Cómo
olvidar de aquella niñez los juegos?
La
pingola, el repión, los bolindres.
O aquel "chicuento" tan nuestro.
El
hambre feroz, hiriente,
saciada
con tocino, el más añejo.
¡Y aquel
mi primer maestro!...
gruñón,
honrado, dispuesto.
¡Cuántas
veces pronunciaba!:
“A lo largo de la vida, lo que cuenta es ser honesto”.
Infancia dura pero…¡qué feliz aquellos tiempos!
Cierro
los ojos y en el silencio,
todavía
escucho la corriente suave de los arroyos,
el
silbido armónico, inconfundible,
de los
bandos de tordos sobre los olivares.
O al cárabo de la madrugada
dejando
en el aire su mensaje cargado de misterio.
Oigo
al herrerillo que anidaba
en
la trueca de la encina vieja de aquel cerro.
Recuerdo
la belleza de las flores blanquecinas
de aquellos
campos de jaras, inmensos, como el mar.
Sueño
con la besana, los surcos,
uno
junto al otro, rectos…
la
chambra negra, raída,
que
guardaba la petaca y el yesquero,
o aquel pantalón de pana
zurcido
y con tantos remiendos…
Los fríos
amaneceres
mirando
con fijeza al cielo
tratando
de adivinar si habría lluvia, sol o viento…
¡Cómo
poder olvidar que también yo fui labriego!
Recuerdo
la despedida de un día ya muy lejano.
Aquella
sonrisa limpia de niña-mujer…
la
mirada tierna, furtiva,
de unos
ojos humedecidos…
y su
silencio, cómplice de la ilusión
escondiendo
tantos sentimientos.
Recuerdo el pañuelo que se hacía pequeño
cuando
el viejo autobús se alejaba
dejando
atrás las últimas casas del pueblo.
Momentos, que no consiguió borrar el tiempo.
Triste
recuerdo yo aquellas horas...
¡Qué
nudo en la garganta!...
Atrás
quedaban raíces, costumbres, amigos.
Las palabras de una madre
una
y otra vez diciendo: ¡mucho cuidado hijo!...
Quedaban
dieciocho años…
lo
mejor de aquella juventud resignada,
sin
horizonte, sin puerto…
mirando
cada amanecer al cielo,
sin
poder adivinar si habría lluvia, sol o viento.
¡Como
poder olvidar que también yo fui labriego!
J.M. Santos
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