Llegaba septiembre. Habían terminada las faenas de recolección y en las eras, tras su intensa actividad durante la trilla, solo quedaban restos de vencejos --amarrajes hechos con la misma planta para atar los “jaces”-- y algunos montones de paja en espera de ser trasladados en barcinas a sus respectivos pajares. Pero, aunque hubiese sido más o menos abundante la cosecha del año, mayores y jóvenes esperábamos la llegada de la feria con ilusión.
Con tiempo sobrado, nuestras madres, unas a dita o cada cual como podía, se afanaban por comprarnos alguna prenda nueva para lucir en esos días; casi siempre una camisa, pantalón o zapatos. A veces, --bastantes veces— se vestía con el traje que, en su momento, había estrenado el hermano mayor, prenda que iba pasando a los más pequeños por orden de edad.
Como
anécdota cuento la historia de mi primer traje de feria. Era de chaqueta
cruzada y de tela conocida como “príncipe de gales”. Nunca he olvidado su
procedencia pues, al parecer, había pertenecido al “señor” de la casa donde,
como sirvientas, trabajaron mis hermanas en Madrid. Este hombre debería tener
una estatura cercana a los dos metros. Al ponérmelo por primera vez me perdía
dentro de la chaqueta. Del pantalón, mejor no comentar, sobraba por lo menos
cuarta y media. Mi madre, para intentar salir del paso, lo llevó a una
costurera de nombre María la Florida que vivía por la calle Cinaga. Esta señora, en vez de Florida, mejor le
hubiese encajado el apodo de “milagrosa” pues, tras cosidos y descosidos con
sus repetidas pruebas y retoques, consiguió medio adaptarlo a mi talla.
Capítulo
aparte era el económico. Hoy se hace difícil creer que los muchachos, la
mayoría procedentes del campo, a lo largo del año intentábamos de ir ahorrando
algunas pesetillas. No pongo cantidad, pero seguro que no superaba dos cifras.
De esta forma nos podíamos permitir algún que otro gastillo extra.
Por
fin llegaba el día 17 y la alegría se respiraba en todos los ambientes sociales.
Muchas familias de las que habitualmente vivían repartidas por los campos, se habían
desplazado al pueblo. Estaban colgadas las banderitas y bombillas. Las cunitas montadas.
Los puestos de turrón formaban hilera a la largo de la calle Portugal hasta el
Ensanche. Intercalada entre ellos se podían ver alguna casetilla de tiro, juego
de la ruleta u otros similares. También solía aparecer por el pueblo algún
circo. Destacaban los bares de la plaza. En el rincón, Antonio; a su izquierda
el de Andrés y Feliciana. Le seguía el que hoy se conoce como “El Emigrante”
(no tengo claro en este momento si ya por aquellas fechas lo regentaba la
familia actual o la del malogrado Escruco). Allí estaba también el concurrido
bar de Arturo y en la parte alta de la plaza encontrábamos a nuestro nunca
olvidado Candelario. Tampoco me olvido del bar Litri en la esquina de la torre
y del “Barrilito” de Félix.
Las
mesas de todos ellos estaban ocupadas principalmente por reuniones de hombres
mayores. Si el tiempo acompañaba, la mayoría vestían con la camisa blanca de
los domingos bien planchada y una boina nueva recién estrenada. Tampoco faltaba
alguno de aspecto solemne con sombrero negro y chaqueta de frisa salida poco
antes del arca. Unos y otros charlaban amigablemente tras alguna copa de
aguardiente o vino peleón. De estos grupos, quizá por su más abundante
disposición dineraria, destacaban los formados por conocidos contrabandistas.
No
puedo dejar de mencionar las casetas de baile. Instalada en el lugar más
preferente de la plaza se encontraba la conocida como “la de los ricos”. En
ésta solo entraban los pudientes y sus familias, así como alguna persona
destacada del momento. Hoy se conocería como lugar de reunión de la “Jet set”
de Encinasola. Se da por sabido que a los de clase social baja ni se nos
ocurría intentar entrar. El pueblo llano bailábamos en el paseo de arriba.
Sentadas a lo largo del poyete de la parte izquierda, las muchachas esperaban a
sus “príncipes”; algunas acompañadas de sus madres. ¡Cuántas ilusiones se
quedarían atrapadas entre los hierros de su alargada baranda!
Durante los descansos de los músicos salíamos en grupo. Debido al inmenso gentío, por el escaso espacio que quedaba entre mesas y puestos, era difícil transitar. Llegábamos hasta el Ensanche y vuelta atrás, repitiendo el circuito tantas veces como fuera necesario. También era frecuente intentar ocupar mesa en el bar del rincón, ya que nuestras niñas solían tomar gaseosas --aquéllas que servía Antonio cuyo envase lo cerraba un bolindre de cristal que hacía de tapón y al que había que presionar para que saliese el líquido--. Los muchachos ya hacíamos nuestros pinitos con los tintos peseteros. Cuando comenzaba de nuevo el baile con el pasodoble de rigor, no era fácil acceder a la pista por el lado del quiosco donde, embelesados y con la boca abierta mirando hacia la orquesta, se agolpaba numeroso público masculino… Nosotros, al pasar, también echábamos una miradita furtiva a los hermosos muslos de la animadora. Escaso y sencillo todo, pero ilusionante.
Cada
mañana, en El Rodeo, los corredores hacían sus tratos de compraventa de ganado.
Tenía fama entre los de su gremio el muy conocido tío Cruz. Siempre lo recuerdo
delgado de complexión, vestido con chaleco negro, sombrero y bastón.
El último día de festejo, en horas de la
mañana y en la plaza se sorteaban los lotes de La Contienda. Por la noche, más
bien de madrugada, era inexcusable pasar por los puestos para comprar el trozo
de turrón que, envuelto en papel de estraza, se llevaba para casa.
Debido
a la cantidad de público forastero que acudía en esos días al pueblo,
especialmente portugueses, también hacían “su agosto” las prostitutas de los
burdeles de la Cobijá.
Tengo
que decir por último desde mi modesta opinión, que la decisión de trasladar nuestra
feria al conocido Llano de San Juan no fue acertada. Habremos ganado espacio,
pero pienso que hemos perdido identidad, sin poder evitar tampoco que se nos
dispare la añoranza. Muchos, aunque apretujados, volveríamos sin dudar a la
Plaza.
J.M. Santos
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