“¡Vamos... arriba!, que ya han dao las
cinco y hay que levantarse. Tenemos que ir aparejando los burros pa salí
temprano y aprovechá el blandurón”. Éstas y otras similares eran las frases
habituales que pronunciaba mi abuelo cada mañana; sobre todo en época de siega.
Le
dedico este relato a los toques de campanas que se escuchaban en Encinasola.
Para situarnos en el tiempo habría que volver a los años 50-60 del pasado
siglo. Se pretende resaltar con estas letras, la influencia que tuvieron en
nuestra vida; sobre todo en las personas que trabajábamos en el campo. Como los
relojes eran más bien escasos, la mayoría de “currantes” acoplábamos el quehacer diario al tañido de las campanas. Por
su tamaño y tonos distintos, eran conocidas como: “don”, “dan” y “din”. Se escuchaban con nitidez desde
puntos bastante alejados –cinco, seis, incluso más kilómetros--, si el en viento soplaba a favor.
A los días festivos les llamábamos “disantos”. Los más significativos eran en las fechas que procesionaban nuestras vírgenes de Flores o Roca Amador. La salida de las imágenes se anunciaba previamente con tres toques, transcurriendo quince minutos entre uno y otro. Era “dan” la encargada de estos toques, aunque “don” cerraba cada uno de ellos con uno, dos, o tres golpes de tono más grave. De esta forma quedaba aclarado si se trataba de la primera, segunda o tercera llamada para que la gente acudiera al acto a celebrar. Durante el recorrido de la Virgen por las calles, seguían repicando una y otra vez las tres campanas.
Cuando se trabajaba cerca del pueblo, al escuchar el primero de estos toques se “daba de mano” con el fin de poder asistir a la procesión. Cualquier persona --más o menos creyente-- se afanaba por seguir la tradición. Solía ocurrir que, aunque cargado de las mejores intenciones, mientras te aseabas un poco o por cualquier otro motivo, casi siempre llegabas tarde. Aunque era suficiente con dar un vistazo al desfile procesional desde la esquina de cualquier calle de su itinerario. Esto era sagrado, incluso para la gente del campo.
En otros momentos, los mismos toques avisaban
que estaba cercano el comienzo de la misa dominguera, novena, o ejercicios espirituales.
Tales ejercicios eran anunciados a través de megafonía por aquellos misioneros
foráneos desplazados al pueblo. Ocurría a veces, que antes de comenzar su
cometido religioso, alguno de los sacerdotes visitaba los bares de las inmediaciones de la
Iglesia con el fin de intentar convencer a los clientes para que acudiesen al
acto.
Si mal no recuerdo, el Viernes Santos
enmudecían las campanas –excepto la que marcaba las horas--. Este tiempo de
silencio programado era sustituido por “las
matracas”; artilugios que hacían sonar los monaguillos por las calles. Volvían
a su actividad normal a las 24 horas del Sábado Santo con un repique
extraordinario en el que intervenían las tres a la vez, dando a entender que
Cristo había resucitado.
Los ocho días anteriores al 30 de Noviembre
y otros tantos posteriores, a las 12 de la mañana se escuchaban repiques en
honor de San Andrés. Parece ser que la finalidad de estos toques estaba en el
ruego a nuestro Patrón para que hiciese el milagro de traer agua de lluvia. Si
sonaban de forma descompuesta en horas no habituales podía ser la señal de que,
en algún lugar se estuviese produciendo un incendio. Cada persona responsable
debía acudir por obligación.
Eran también las campanas quienes
recordaban a los mozos de la quinta del año, su obligación de presentarse en el
Ayuntamiento, tanto para ser tallados como para su sorteo – ambos día eran importantes--. De ahí aquello que se
cantaba: “Vamos los quintos “parriba” que nos llaman las campanas…”, letra que
más tarde el grupo “Jarcha” añadiría a su repertorio.
Un solo tañido a destiempo, era presagio de
muerte. Al primero, lentos y espaciados, le seguían otros. Se escuchaban en
silencio y cada uno de ellos portaba el mismo mensaje trágico. Sonaban diez si
la persona fallecida era mujer; contándose hasta doce cuando el finado era
hombre. Seguidamente se decía entre la gente del pueblo: ¡Han dado agonías!...
¿Quién habrá muerto?... Pronto empezaba a extenderse el rumor que, a no tardar,
se convertía en respuesta afirmativa. Fácil resultaba interpretar el lenguaje
cuando solo hablaba el repiqueteo suave de la campana “din”: Era un menor quien
había fallecido. Al día siguiente --en todos los casos--, el triste doblaje de
las campanas daba a entender la proximidad del entierro. Había que acudir a dar
el pésame a la familia.
Doblaban de forma continuada durante la festividad de Todos los Santos. Ese día,
como los monaguillos estaban bastante ocupados, tenían por costumbre comerse unas
migas en la torre, que ellos mismos cocinaban.
Por
último y como anécdota, cuento este sencillo recuerdo de niñez. Acompañado de
mis hermanas, en tiempo de “apañijo” nos desplazábamos cada día hasta El Torvisco.
Cuando se iba acercando la hora, más que en recoger aceitunas, mi atención era
tratar de escuchar la campanada de la una. Era el momento en el que, por el
fondo del camino, debía aparece a mi madre con su cesta que portaba la comida.
El repetido guisado de patatas que, tras la pared del callejón al resguardo del
intenso frio, nos sabía a manjar.
J.M.Santos
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