lunes, 27 de mayo de 2019

Campanadas


“¡Vamos... arriba!, que ya han dao las cinco y hay que levantarse. Tenemos que ir aparejando los burros pa salí temprano y aprovechá el blandurón”. Éstas y otras similares eran las frases habituales que pronunciaba mi abuelo cada mañana; sobre todo en época de siega.

 Le dedico este relato a los toques de campanas que se escuchaban en Encinasola. Para situarnos en el tiempo habría que volver a los años 50-60 del pasado siglo. Se pretende resaltar con estas letras, la influencia que tuvieron en nuestra vida; sobre todo en las personas que trabajábamos en el campo. Como los relojes eran más bien escasos, la mayoría de “currantes” acoplábamos el  quehacer diario al tañido de las campanas. Por su tamaño y tonos distintos, eran conocidas como: “don”, “dan” y “din”. Se escuchaban con nitidez desde puntos bastante alejados –cinco, seis, incluso más  kilómetros--, si el en viento soplaba a favor.

A los días festivos les llamábamos “disantos”. Los más significativos eran en las fechas que procesionaban nuestras vírgenes de Flores o Roca Amador. La salida de las imágenes se anunciaba previamente con tres toques, transcurriendo quince minutos entre uno y otro. Era “dan” la encargada de estos toques, aunque “don” cerraba cada uno de ellos con uno, dos, o tres golpes de tono más grave. De esta forma quedaba aclarado si se trataba de la primera, segunda o tercera llamada para que la gente acudiera al acto a celebrar. Durante el recorrido de la Virgen por las calles, seguían repicando una y otra vez las tres campanas.

 Cuando se trabajaba cerca del pueblo, al escuchar el primero de estos toques se “daba de mano” con el fin de poder asistir a la procesión. Cualquier persona --más o menos creyente-- se afanaba por seguir la tradición. Solía ocurrir que, aunque cargado de las mejores intenciones, mientras te aseabas un poco o por cualquier otro motivo, casi siempre llegabas tarde. Aunque era suficiente con dar un vistazo al desfile procesional desde la esquina de cualquier calle de su itinerario. Esto era sagrado, incluso para la gente del campo.

En otros momentos, los mismos toques avisaban que estaba cercano el comienzo de la misa dominguera, novena, o ejercicios espirituales. Tales ejercicios eran anunciados a través de megafonía por aquellos misioneros foráneos desplazados al pueblo. Ocurría a veces, que antes de comenzar su cometido religioso, alguno de los sacerdotes  visitaba los bares de las inmediaciones de la Iglesia con el fin de intentar convencer a los clientes para que acudiesen al acto.

Si mal no recuerdo, el Viernes Santos enmudecían las campanas –excepto la que marcaba las horas--. Este tiempo de silencio programado era sustituido por “las  matracas”; artilugios que hacían sonar los monaguillos por las calles. Volvían a su actividad normal a las 24 horas del Sábado Santo con un repique extraordinario en el que intervenían las tres a la vez, dando a entender que Cristo había resucitado.

Los ocho días anteriores al 30 de Noviembre y otros tantos posteriores, a las 12 de la mañana se escuchaban repiques en honor de San Andrés. Parece ser que la finalidad de estos toques estaba en el ruego a nuestro Patrón para que hiciese el milagro de traer agua de lluvia. Si sonaban de forma descompuesta en horas no habituales podía ser la señal de que, en algún lugar se estuviese produciendo un incendio. Cada persona responsable debía acudir por obligación.

Eran también las campanas quienes recordaban a los mozos de la quinta del año, su obligación de presentarse en el Ayuntamiento, tanto para ser tallados como para su sorteo – ambos  día eran importantes--. De ahí aquello que se cantaba: “Vamos los quintos “parriba” que nos llaman las campanas…”, letra que más tarde el grupo “Jarcha” añadiría a su repertorio.

Un solo tañido a destiempo, era presagio de muerte. Al primero, lentos y espaciados, le seguían otros. Se escuchaban en silencio y cada uno de ellos portaba el mismo mensaje trágico. Sonaban diez si la persona fallecida era mujer; contándose hasta doce cuando el finado era hombre. Seguidamente se decía entre la gente del pueblo: ¡Han dado agonías!... ¿Quién habrá muerto?... Pronto empezaba a extenderse el rumor que, a no tardar, se convertía en respuesta afirmativa. Fácil resultaba interpretar el lenguaje cuando solo hablaba el repiqueteo suave de la campana “din”: Era un menor quien había fallecido. Al día siguiente --en todos los casos--, el triste doblaje de las campanas daba a entender la proximidad del entierro. Había que acudir a dar el pésame a la familia.

 Doblaban de forma continuada durante la festividad de Todos los Santos. Ese día, como los monaguillos estaban bastante ocupados, tenían por costumbre comerse unas migas en la torre, que ellos mismos cocinaban.

  Por último y como anécdota, cuento este sencillo recuerdo de niñez. Acompañado de mis hermanas, en tiempo de “apañijo” nos desplazábamos cada día hasta El Torvisco. Cuando se iba acercando la hora, más que en recoger aceitunas, mi atención era tratar de escuchar la campanada de la una. Era el momento en el que, por el fondo del camino, debía aparece a mi madre con su cesta que portaba la comida. El repetido guisado de patatas que, tras la pared del callejón al resguardo del intenso frio, nos sabía a manjar.                                                                                                        

                                                                                                                              J.M.Santos

 










 
















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