(Dedicado a mi amigo
Alejandro, por ser la persona que me indujo a escribir este relato)
Solía cazar por aquellas
fechas en el Coto de La Contienda de Encinasola, del cual era socio. Lo que se cuenta,
--escrito sin ánimo de crear ningún tipo de polémica-- ocurrió una fría mañana
de invierno hace ya bastantes años. Me acompañaba el más joven de mis hijos.
El “postor”--persona
encargada de colocar los puestos--nos dejó en el punto que, mediante sorteo
previo, nos había correspondido. Situados en una umbría, donde las muy
abundantes y viejas jaras nos cubrían por completo, era el lugar idóneo para ver
sin ser visto. Al frente, en el solano, la maleza clareaba ligeramente formando
algo así como una especie de plaza; punto presumible por donde se esperaba que
apareciesen los “bichos”.
Se debe aclarar, que normalmente, en este tipo
de cacerías solo se abaten los ciervos adultos pero, algunas puertas –entre
ellas la nuestra- estaban autorizadas
para disparar a las hembras; medida legal que se lleva a cabo cuando son
abundantes y se hace aconsejable el descaste.
La tremenda algarabía de
ladridos que se barruntaban lejanos, era señal evidente de que se había
producido la suelta de rehalas, dando comienzo la montería. Seguidamente comenzaron
las persecuciones de los perros sobre venados y jabalíes y, a no tardar, empezó
a sonar el repetido y trágico lenguaje de las armas.
No hubo que esperar mucho
tiempo. De pronto, a nuestras espaldas, oímos
un exagerado tropel entre la maleza sin poder precisar quien lo provocaba. La
incógnita quedó aclarada de inmediato porque, frente a nosotros, como a unos
diez o doce metros de distancia, se detuvo una cierva acompañada de su cervato.
Los animales, con la lengua fuera, jadeaban como si les faltase el aire; posiblemente
cansados de correr por el monte en su intento natural por escapar del acoso de los
perros.
Con lentitud encaré el
rifle. Mientras apuntaba a la aterrorizada
cierva, el animal nos miraba con fijeza. En sus ojos tremendamente abiertos, se
reflejaban la sorpresa y el pánico que debía sufrir en esos momentos. Parecía como
si estuviese suplicando: ¿me vas a disparar?... ¡Es mi hijo quien me acompaña y
no hemos hecho mal a nadie!
Solo fueron unos cuantos segundos de tensa
indecisión. Los suficientes para llegar al convencimiento de que no tenía
ningún derecho a sentenciar la vida de aquella madre sólo por el inútil capricho
de apretar el gatillo.
Una leve palmada fue
suficiente para que las reses continuaran su huida, desapareciendo de inmediato
entre la espesura del entorno.
Solo queda decir, que pasado
un tiempo me deshice del arma. A partir de aquel momento, nunca más he vuelto a
practicar la caza en ninguna de sus formas.
J.M. Santos
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