jueves, 25 de enero de 2018

La última monteria

        
        (Dedicado a mi amigo Alejandro, por ser la persona que me indujo a escribir este relato)

Solía cazar por aquellas fechas en el Coto de La Contienda de Encinasola, del cual era socio. Lo que se cuenta, --escrito sin ánimo de crear ningún tipo de polémica-- ocurrió una fría mañana de invierno hace ya bastantes años. Me acompañaba el más joven de mis hijos.
El “postor”--persona encargada de colocar los puestos--nos dejó en el punto que, mediante sorteo previo, nos había correspondido. Situados en una umbría, donde las muy abundantes y viejas jaras nos cubrían por completo, era el lugar idóneo para ver sin ser visto. Al frente, en el solano, la maleza clareaba ligeramente formando algo así como una especie de plaza; punto presumible por donde se esperaba que apareciesen los “bichos”.
 Se debe aclarar, que normalmente, en este tipo de cacerías solo se abaten los ciervos adultos pero, algunas puertas –entre ellas la nuestra- estaban autorizadas para disparar a las hembras; medida legal que se lleva a cabo cuando son abundantes y se hace aconsejable el descaste.
La tremenda algarabía de ladridos que se barruntaban lejanos, era señal evidente de que se había producido la suelta de rehalas, dando comienzo la montería. Seguidamente comenzaron las persecuciones de los perros sobre venados y jabalíes y, a no tardar, empezó a sonar el repetido y trágico lenguaje de las armas.
No hubo que esperar mucho tiempo. De pronto, a  nuestras espaldas, oímos un exagerado tropel entre la maleza sin poder precisar quien lo provocaba. La incógnita quedó aclarada de inmediato porque, frente a nosotros, como a unos diez o doce metros de distancia, se detuvo una cierva acompañada de su cervato. Los animales, con la lengua fuera, jadeaban como si les faltase el aire; posiblemente cansados de correr por el monte en su intento natural por escapar del acoso de los perros.
Con lentitud encaré el rifle. Mientras apuntaba a la  aterrorizada cierva, el animal nos miraba con fijeza. En sus ojos tremendamente abiertos, se reflejaban la sorpresa y el pánico que debía sufrir en esos momentos. Parecía como si estuviese suplicando: ¿me vas a disparar?... ¡Es mi hijo quien me acompaña y no hemos hecho mal a nadie!
 Solo fueron unos cuantos segundos de tensa indecisión. Los suficientes para llegar al convencimiento de que no tenía ningún derecho a sentenciar la vida de aquella madre sólo por el inútil capricho de apretar el gatillo.
Una leve palmada fue suficiente para que las reses continuaran su huida, desapareciendo de inmediato entre la espesura del entorno.
Solo queda decir, que pasado un tiempo me deshice del arma. A partir de aquel momento, nunca más he vuelto a practicar la caza en ninguna de sus formas.

    
                J.M. Santos                                                                   

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