¿Qué era una senara? El Diccionario la define como: “Porción de tierra
que dan los amos a los capataces o a ciertos criados para que la labren por su
cuenta”. Pretendo, principalmente dedicado a nuestra juventud, aclarar algo más
el significado de esta inusual expresión hoy tan olvidada; aunque todas
aquellas personas que peinamos canas, hombres y mujeres de Encinasola, la
recordaremos siempre.
Como todos sabemos, el término municipal de nuestro pueblo se
encuentra repartido de forma mayoritaria en grandes fincas (latifundios), que
pertenecen o pertenecieron a familias sobradamente conocidas. Estos terrenos,
casi todos de escaso valor para la siembra de cereales, eran tendentes a
cubrirse de jaras, aulagas y otras malezas, por lo cual se hacía necesario cada
varios años, su limpieza. De lo contrario se convertían pronto en lo que se
conoce como “mancha” (especie de selva improductiva).
Con este fin, las fincas se dividían en cinco partes y a cada una de
ellas se le llamaba “giro”. Uno de estos giros (el que le tocara cada año), era
repartido a su vez en trozos. Estos trozos se conocían como “senaras” y se cedían
para ser labrados, a los senareros, estimándose la extensión superficial de
cada una en “fanegas”. Quedaban limitadas por mojones clavados en
el suelo o marcas hechas en los troncos de las encinas.
De forma aclaratoria hay que
decir que la fanega -- medida ya en desuso --, estaba compuesta por cuatro
cuartillas de cualquier cereal. Esta cantidad de grano esparcido por el suelo
en forma de siembra a voleo, ocupaba la extensión de tierra que se calculaba
como fanega. Normalmente, si el senarero era un padre con varios hijos a su
cargo, se le “arrayaban” más fanegas (más cantidad de tierra). El reparto –-que no era imparcial --, lo hacia el encargado
de la finca u otra persona de confianza de su dueño. No es necesario señalar que
las mejores tierras del giro las sembraba siempre el “amo”, que eran
precisamente los “majadales”, zona con estiércol donde había pernoctado el
ganado durante el año.
A veces no era tan fácil conseguir cualquiera de estos trozos. Bastaba
con que, por uno u otro motivo, no le cayeses bien al dueño de la finca o a su
encargado, para que te quedases sin senara. También aplicaban en ocasiones
aquello de “la tomas o la dejas”, sin otras contemplaciones; circunstancia que
daba lugar a tener que aceptar el terreno que quisieran asignarte. En muchos
casos, estos repartos eran llevados a cabo en fincas que aunque conocidas, no
pertenecían al Término de Encinasola, como por ejemplo Los Leales, Los Hoyos,
La Parreña y otras.
Explicado esto continúo diciendo que, al final del verano, con la
llegada de las lluvias, empezaba la
durísima tarea de preparar la tierra que sería la senara del próximo año. Primero
había que quitar toda la maleza, operación conocida con el nombre de “roza”,
llevándose a cabo con el azadón, espigocha o calabozo. El “monte” (maleza), era
puesto una vez arrancado, sobre aquellas
zonas de difícil acceso para poder ser barbechadas, formándose montones que se
conocían con el nombre de “rodeás”.
Terminada esta faena, sobre el mes de Noviembre empezaba la siembra
sobre el barbecho preparado el año anterior, labor que duraba hasta mediado de
Diciembre. La simiente era arropaba con la “vertedera” (artilugio de hierro que
removía la tierra), de la cual tiraba una collera de bestias unidas por una
pieza hecha de madera de encina o hierro llamada “canga”, encajando por cada
uno de sus dos extremos en una especie de collarines hechos de lona y rellenos
de bálago que se ajustaban al cuello de cada animal. A estos collarines se les
llamaba “monillas”. (Para quien no lo sepa hay que señalar, que el bálago es la
caña alargada y seca del centeno una vez sacudido su grano). En una ranura de
forma rectangular abierta en el centro de la canga se enrollaba una tira ancha
y larga de cuero grueso que se conocía como “látigo”, del que colgaba una pieza
de hierro y madera curvada por uno de sus extremos en forma de U mayúscula
cerrada llamada “barzón”, que era donde se enganchaba la “rabiza”, pieza alargada
de madera que, acoplada al barzón
mediante la “labija”, unía la canga con la vertedera. La sementera a veces, por
coincidir en fecha, se alternaba con la recogida de aceitunas o bellotas y se hacía
de la siguiente forma: Mientras el padre o algún hermano mayor sembraba, la
madre y los demás hijos llevaban a cabo lo que se conocía como “apañijo”.
A continuación, sin tregua, empezaba el barbecho de la tierra que antes
se había rozado; labor que quedaba en espera de recibir la siembra del
siguiente año. Este trabajo se realizaba entre los meses de Enero y Marzo
aproximadamente, atendiéndose también en la misma fecha al “gradeo” de la
superficie sembrada ese año. Consistía en pasar una herramienta con púas de
hierro por encina de la incipiente sementera. El fin era ahuecar un poco la
tierra si el año había sido lluvioso y “matar” en lo posible al mismo tiempo,
las primeras hierbas que acompañaban al trigo y demás cereales desde su
nacimiento. Se usaba en esta labor el apero llamado “grada”, herramienta de tres
palos de encina ensamblados y con púas de hierro, de la cual tiraban las
bestias. (Por degeneración del vocabulario se omitía la consonante “d” y se
pronunciaba “graa”).
Terminado el barbecho, sobre el mes de Marzo y parte de Abril, era
necesario acudir con el sacho, o a mano, para limpiar las “malas hierbas”
nacidas entre el trigal, que ya estaba crecido. Poco después se cumplía siempre
el refrán que dice: “La siega, en buen o mal año, a primeros de Mayo”. En esta
fecha, días más o menos, ya se empezaba a segar, sobre todo la avena, que había
sido sembrada en la parte más endeble y árida de la “senara”. El trigo era
cortado a final de este mismo mes o en el siguiente Junio; labor que se llevaba
a cabo con una grande y bien afilada hoz. La mano izquierda del segador y fin
de que, principalmente los dedos, estuviesen protegidos de un posible corte
(cosa muy frecuente), se cubrían con fundas rudimentarias de cuero áspero que
se llamaban “dediles”.
Tanto el trigo como la cebada y avena, al mismo tiempo que se iba segando
era atado en “jaces”, para lo cual se usaban ”amarrijos”. Éstos eran preparados
sobre la marcha, del mismo cereal arrancado del suelo con la mano. A las
ataduras improvisadas se les llamaba “vencejos”. Los haces, una vez “amarrados”,
al final de cada “revezo” de siega eran agrupados unos sobre otros de forma
ordenada --cada siete aproximadamente--, formándose lo que se conocía como
“carga”. Cada una de estas cargas, en bestias y sobre un artilugio articulado
de madera también de encina llamado “cangalla”, eran transportadas hasta la
era, donde quedaban apilados de forma que se mojasen lo menos posible en caso
de lluvia. A esta gran pila de haces se le decía “parva”, formándose con cada clase
de cereal una distinta. Todas quedaban a
la espera de ser trilladas.
Seguidamente empezaba la recolección, que duraba en algunos casos hasta
el mes de Agosto, siendo esta parte de la faena la más dura de todo el proceso.
Una vez trillada la parva con las bestias (si era muy grande se dividía en
partes), se empezaba con su limpia mediante venteo, usándose para ello las
herramientas llamadas bielga, rastrillo y pala. Durante este trabajo se
dependía del aire; si era escaso, a fuerza de paciencia se conseguía separar el
grano de la paja, siendo envasado seguidamente en costales de lona. Esta
operación que se hacia con la medida de madera ya mencionada llamada
“cuartilla”. Para que todos los costales llevasen igual de peso, a la cuartilla
se le solía pasar el rasero.
Lo más duro y menos agradable de todo era el llenado de las barcinas de
paja. Este trabajo era necesario dejarlo hecho antes de acostarse cada noche,
ya que sobre las 04.00 de la madrugada del día siguiente si la era estaba
distante, había que levantarse para llevar “el acarreto”; viaje de grano o paja
que a lomos de las bestias se transportaba hasta el pueblo, quedando guardado
en el doblado o pajar. En horas todavía muy tempranas del nuevo día se estaba de
vuelta en la era para continuar, tras comer un trozo de pan con tocino, otra larguísima
jornada. Lo de llevar “el acarreto” estaba reservado casi siempre a los mozos,
por ser éstos los únicos que podían aguantar, por su juventud, aquel ritmo tremendo
de trabajo tan duro.
Acabada la recolección, siempre
quedaba algo que hacer; normalmente carboneras para convertir leña en carbón.
También se quemaban las rodeadas (rodeás) que anteriormente se habían formado
durante la roza, mientras se preparaba el barbecho, como se ha dicho antes.
Tal como queda explicado, te asignaban (a veces por lástima), un pedazo
de tierra. Mejor dicho: Una “mancha” en la que había que dejar mucho sudor y la
misma vida para hacerla medianamente cosechable. Desde que se tiraba la
simiente a la tierra, la vida de cualquier labrador se convertía en un “sin
vivir”, mirando cada momento al cielo para ver si aparecían o se iban las nubes
(según el caso). Si el tiempo era seco, el trigo no podía nacer. Si llovía con
exceso, cosa habitual en aquellos años, la sementera se “enguachinaba”. A veces,
si durante los primeros meses del año el comportamiento meteorológico había
transcurrido sin incidencias, cuando llegaba la primavera, fecha en la que debe
cumplirse el refrán de “Abril, cada
pajita con su fusil” (cada tallo comienza a echar su espiga), se volvía repetir
lo dicho anteriormente. Si la lluvia, tan necesaria en esas fechas era escasa,
la espiga se quedaba a medio granar. Cuando descargaban fuertes tormentas, tan
normales en esos meses, hacían un daño cuantioso “encamando” los sembrados;
sobre todo aquellos que estaban más crecidos. Las consecuencias, en cualquiera
de los dos casos resultaban muy desastrosas.
A pesar de todo, que a nadie se le ocurra pensar que las tierras
(senaras) las adjudicaban gratis. Después de tanto trabajarla, en muchos casos
toda la familia al completo y como esclavos durante el año, se pagaba al dueño
de la finca algo así como un tributo conocido como “terralgo”, que era pactado
entre ambas partes desde el principio y de la forma siguiente: Si lo acordado
era de “siete-una” se entendía, que por cada siete cargas de trigo segadas en
el tajo por el senarero, una era para el dueño de la finca. En este caso se
decía que el terralgo era "de a siete”. La mayor o menor cuantía de este
pago dependía de la calidad de la tierra. A mejor tierra cedida al labrador,
mayor “tributo” tenía que pagar éste a favor del “amo”, pudiendo llegar a ser
en algunos casos hasta de “cuatro-una”.
Por último comentar, que si por fin llegaba un año medianamente aceptable,
una vez trillada la cosecha se solía decir: “ha salido de a diez”. Esto daba a
entender que por cada fanega sembrada se recogían diez. Si la expresión era: “Ha
salido de a cuatro” se consideraba mala. “De a veinte” resultaba ser una buena
cosecha. Con el trigo recolectado había que arreglarse para comer todo el año.
Una parte se vendía; otra se cambiaba por harina, que la madre o abuela iban
amasando y cociendo pan en el horno casero. La cebada y avena era puesta a la
venta, quedándose el agricultor con lo suficiente para dar de comer a sus
bestias cuando éstas tenían que trabajar duro.
Así hasta el año próximo que
daba comienzo la preparación de una nueva senara, de la cual dependía la muy
precaria economía de toda la familia. Al no existir “paro”, subvenciones ni
prestaciones dinerarias de ningún tipo por parte de la Administración, se hacía
necesario agarrarse a cualquie para poder comer. J.M. Santos
Lunes.¡Que tiempos aquellos!... Yo también aré mi parte
ResponderEliminarOtra acepción de senara: tierra concejil. Perdona mi intromisión, pero es una palabra que tanto se ha mencionado en el pueblo que no he podido superar la tentación.Perdón otra vez y cordial saludo.
ResponderEliminarJesús
Jeús: Gracias por tus comentarios.
ResponderEliminarJ.M. Santos
Me he quedado rendida por no decir muerta. Para quitar un poco de hierro... Pienso que es mejor pagar a Hacienda que hacer uno de esos tratos. Te felicito por tu vocabulario autoctono y tu forma perfecta de expresarte. Pero, no se si sabes que a mi me interesa todavia mas la parte humana. has dado en el clavo : así se despoblaron los pueblos....
ResponderEliminarMe he quedado rendida por no decir muerta. Para quitar un poco de hierro... Pienso que es mejor pagar a Hacienda que hacer uno de esos tratos. Te felicito por tu vocabulario autoctono y tu forma perfecta de expresarte. Pero, no se si sabes que a mi me interesa todavia mas la parte humana. has dado en el clavo : así se despoblaron los pueblos....
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