sábado, 13 de enero de 2007

LA ISLA DEL ARROZ


       


Nos situaremos en el tiempo volviendo a los primeros años de la década de los 60. Terminada la recolección y ya por el mes de Septiembre, algunos hombres de  Encinasola se marchaban a La Isla del arroz. Al lugar acudían también de toda Andalucía y provincias limítrofes. El fin de todos era conseguir algún jornal aprovechando la oferta de mano de obra durante la recogida del referido cereal.
      Era sobradamente conocido que nunca gozaron de buena fama los que se desplazaban cada verano. Se decía, que allí sólo iban borrachines, pendencieros y aquéllos que, por razones diferentes, la vida les hubiese marcado de alguna forma. Algo así como los garbanzos negros de cada localidad. No sé si estos comentarios estaban fundamentados. En mi caso, el motivo no fue otro que el económico. Como por aquellas fechas la “cosa” estaba bastante cortita, un día y cuando todavía no había cumplido 17 años, dije en casa que me iba a trabajar a la Isla. La idea – recuerdo -- no cayó bien en la familia, pero ante mi insistencia y al tratarse de que sólo sería una temperada, mi madre cedió. Era la primera vez que salía del entorno familiar.
     Dicho esto, una mañana muy de madrugada y en bestias, partimos hacia Fregenal de la Sierra, donde deberíamos coger el autobús. Iba acompañado de los hermanos Vicente y Francisco, de la familia de los “trespechos”, (el segundo se encargaría de retornar al pueblo con los animales). Al amanecer nos encontrábamos junto a nuestras maletas de tabla en la parada de La Estellesa, coche de línea que nos trasladaría hasta Sevilla, donde llegamos algunas horas después.
     ¿Ilusión, asombro, preocupación, temor?... Todavía hoy no he podido olvidar la mezcla de sentimientos que se agolpaban en mi cabeza... ¿En qué aventura  nos habíamos metido, con lo tranquilo que vivíamos en el pueblo? Pero ya estaba hecho y teníamos que seguir adelante. Lo contrario no hubiese sido bien interpretado.
     Mis primeros pasos por la ciudad de la Torre del Oro fueron desde la antigua parada del coche en la calle Adriano, hasta la de San Pablo, junto a la Plaza de la Magdalena. El motivo era ver a una de mis hermanas que trabajaba como sirvienta en una casa. Después de terminada la visita, cruzando el Puente de Triana, llegamos a Plaza del Altozano, donde subimos a un antiguo tranvía (todavía existía por aquellas fechas) que nos trasladaría hasta la localidad de Puebla del Río.
     Al descender vimos con asombro a cientos de hombres se agolpaban junto a un viejo y destartalado autobús que, cada dos horas y cargado a tope, iba trasladando aquella masa humana hasta el último tramo del viaje, El Puntal. No era posible comprar de antemano ni billetes o algo parecido que pudiera asegurar plaza en el coche. Al subir se pagaba con dinero en efectivo y para dentro, hasta que no cabía ni un alma. Por fin, después de esperar largo rato en una cola interminable, nos fuimos acercando a la puerta de acceso al vehículo. Al mismo tiempo, otro empleado de la empresa colocaba las maletas y bultos en el techo del mismo. Arreciaban las discusiones, malos modos y empujones... La aglomeración era inmensa, ya que todos queríamos entrar al mismo tiempo.
     El resultado fue que arrancó el autobús y  nosotros, los más “pringaillos” como se dice ahora, al no conseguir subir, nos quedamos en tierra y sin equipaje, pues ya lo habían puesto en lo alto del auto. No es que fuera de mucho valor pero, de momento, lo habíamos perdido. Su conteniendo era escaso, solo los cuatros “trapillos” que nuestras madres habían preparado. Quizá lo más apreciado fuesen las dos mantas que iban atadas  con cuerdas a las maletas.
     ¡Pues ahora sí que llueve gordo!.. Aunque la desesperación y el desánimo se palpaban, no quedaba otra solución que continuar. Por fin, después de esperar con resignación, al anochecer volvió el coche, consiguiendo subir al mismo y partir rumbo a la famosa Isla del Arroz. Cuando nos apearnos en El Puntal, el panorama era desalentador. Gran multitud de hombres deambulaban por una extensa plaza con su pavimento de tierra. ¡Pero qué sorpresa y alegría sentimos al ver que, en el suelo y abandonados en medio de aquel gentío, se encontraban nuestros modestos equipajes!... Sentados sobre el tronco de un árbol y bajo la escasa luz de una farola,  nos comimos lo poco que aún nos quedaba en el “mochilo”, que supo a manjar.
     ¡Bueno!... ya estábamos en la Isla. Pero ahora, ¿dónde ir?... Caminando sin rumbo, con frecuencia fuimos encontrando hombres bebidos y desaliñados, indigentes tumbados en cualquier parte, bronquistas y tunantes de todo tipo. Acostumbrados al sano ambiente del pueblo, aquello resultaba poco agradable. Más de una vez sentí temor de que me pudiesen robar las “cuatro perras” que con tanto sacrificio había conseguido reunir mi madre para el viaje. La situación era comparable a los campamentos de mineros que tantas veces hemos visto en las películas del oeste americano. Aquello de la “fiebre del oro”. 
Agotados por el viaje y hartos de deambular, llegaba el momento de plantearse dónde dormir. Preguntando, alguien nos indicó que por una pequeña cantidad permitían que nos tumbáramos en una especie de “corralón” bastante amplio, aunque bajo las estrellas. Fue una solución, pues en este lugar sólo tuvimos que tender la manta sobre el suelo y echarnos. Igualmente y colocados en forma de batería, se encontraban decenas de hombres. Como anécdota cuento, que esa misma noche, sobre las 03.00 horas apareció una de esas nubes de verano que, aunque no de forma abundante, descargó la suficiente agua para obligarnos a tener que mudar la manta bajo un techado de uralita próximo. ¡Menos mal que no hacia mucho frío! 
     A la mañana del día siguiente nos pusimos de pie muy temprano. Aunque bastantes desorientados, empezamos a movernos por el poblado tratando de tomar contacto con el ambiente obrero. Pronto supimos cual era el motivo de encontrarse tantos hombres desocupados. Como la meteorología andaba algo revuelta, los trabajos de siega, trilla y secado del arroz estaban paralizados. Se decía, que la única posibilidad de “currar” era en un secadero removiendo el grano de uno a otro lado para su oreo. ¡Pero nada!... Estuvimos gran parte del día solicitando trabajo en algunos tajos y nadie nos contrató. Al día siguiente igual y lo mismo los dos posteriores. Nuestra economía llegó a ser preocupante, pues aunque comíamos de la forma más económica posible en un bar conocido como “Casa Comparito”, al menos en mi caso, veía cómo se agotaba el poco dinero disponible. Gracias a que el dueño, por consumir en su establecimiento nos permitía dormir al aire libre en un solar de tierra vallado que se encontraba junto al local.
      Por fin apareció el sol y todo empezó a cambiar. El primer día de trabajo lo echamos en un secadero, desde horas muy tempranas hasta al anochecer. En este lugar estuvimos algo más de una semana. La segunda ocupación fue trillando con una antigua máquina. Recuerdo todavía que era de la marca era “Ajuria”. Sus dueños, por cierto muy competentes, trabajaban codo a codo con nosotros. Procedían del Norte y habían acudido a la zona para hacer su campaña. Se ganaba dinero, pero había que currar como bestias durante muchas horas. Lo peor era la polvareda que desprendía la trilladora procedente de la cáscara amarillenta del arroz. Formando nube, era tan molesta que a veces te arrancabas la piel de rascarte. Al terminar la jornada por noche, no quedaba otro remedio que zambullirte en cualquier canal de riego de los muchos que existian por cualquier parte. Por último terminamos segando arroz formando parte de una cuadrilla. Duro trabajo este pues, como es conocido, la superficie donde se cultiva la planta está completamente enfangada y al andar te hundes hasta casi la rodilla. Pero lo peor de todo era el acoso de los mosquitos. Tan pronto oscurecía se dejaban sentir por miles. Si dormías algo era debido al agotamiento y cansancio  que sentías. 
      También hubo momentos gratos. Más de una vez a lo largo de todos estos años me ha llegado el recuerdo de un muchacho de mi edad con el que hice amistad. Dormíamos uno al lado del otro sobre un saco a medio llenar de cascarilla de arroz. Estaba solo, su rostro reflejaba tristeza y aunque, poco hablador, parecía sincero. En su vida debía de estar latente algún problema que nunca supe. Faltaba algunas noches volviendo de madrugada. Cuando le pregunté sobre sus ausencias me respondió, que era aficionado a los toros y se desplazaba hasta una finca cercana con la intención de dar cuatro pases a alguna vaquilla despistada. No llegué a  conocer si era realidad lo que decía, pero un día me enseñó su muleta y espada simulada que, con misterio, ocultaba entre sus escasas ropas.
Tengo que decir por último, que siempre  es atrevido juzgar a la ligera. Durante mi estancia en aquella tierra pude comprobar que a ella no acudían solamente “personajillos” señalados por mil motivos como antes se ha dicho. Encontré también bastantes hombres honrados. Dentro de su intimidad, es posible que cada uno de ellos guardase una historia distinta, pero eran tan trabajadores y solidarios como los que más.
    Al volver al pueblo terminada la campaña, todos los malos momentos quedaron olvidados ante la satisfacción que sentí al entregarle a mi madre 4.000 pesetas (de las de aquellos años) que con tanto esfuerzo había conseguido ahorrar.

                                                                                                                                                                                                                                                                J.M. Santos










4 comentarios:

  1. Lunes, !que valiente! tus relatos son muy amenos y sobre todo le pones sentimiento, gracias por compartirlos.

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  2. Amigo Lunes: decir amigo a un dia de la semana resulta chocante,pero eso no es lo que me ocupa a mi.
    Agradecerte y darte las gracias por la dedicación de este escrito, que como todos los que tu hace,resultan amenos e interesantes, este para mi es especial por la dedicatoria, y por que creo que es uno de tus mejores relatos, la realidad que le imprimes es fantastica, sintiendote transportado a la epoca y el momento como si lo viviera uno en sus propias carnes.
    Un abrazo

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  3. Ana Esteve, Jose Morales Garcia, Angustias Ramos y 12 personas más les gusta esto.

    Maria Bermejo Que bien escrito , si una época terrible por la escasez , pero que vivencias tan enriquecedoras, y que decidido eras tu .¡¡
    8 de enero a la(s) 21:53 · Me gusta

    Maria Bermejo Aaaah , sigue escribiendo .¡¡¡
    8 de enero a la(s) 21:54 · Me gusta

    Tomás López López Magnífico José María.
    8 de enero a la(s) 21:57 · Me gusta

    Isabel Sanchez Rios Buen escrito José M. Santos López algunas cosas sabia ,mi padre tambien se fue a trabajar a la isla del arroz y era una persona trabajadora y buena "como tu " saludos .
    8 de enero a la(s) 22:44 · Me gusta

    Maria Dominguez Santos muy bueno como todos
    8 de enero a la(s) 22:52 · Me gusta

    Miguel Jimenez Sola José José M. Santos López, es un placer leer tus historias, y digo bien, relatos reales, pero con esa maestría, buen gusto, humildad y humanidad que pones en todo aquello que haces. Un saludo.
    8 de enero a la(s) 23:34 · Me gusta

    Josefina Borrallo PRECIOSO RELATO! YA TENÍA GANAS DE QUE VOLVIERAS! GRACIAS
    8 de enero a la(s) 23:47 · Me gusta

    Carmen García Vázquez Que foto más bonita, y que guapos
    9 de enero a la(s) 0:32 · Me gusta

    José Manuel Vázquez Sencillamente magistral, no dejes de llegar al corazón de todos nosotros con tus exquisitos y verídicos relatos. Un abrazo.
    9 de enero a la(s) 14:53 · Me gusta

    Jose Morales Garcia Interesante relato donde aflora la dureza de la vida y la ilusión de cuando éramos jóvenes que podía más que la penurias.
    12 de enero a la(s) 20:51 · Me gusta

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