Nos
situaremos en el tiempo volviendo a los primeros años de la década de los 60. Terminada
la recolección y ya por el mes de Septiembre, algunos hombres de Encinasola se marchaban a La Isla del arroz.
Al lugar acudían también de toda Andalucía y provincias limítrofes. El fin de
todos era conseguir algún jornal aprovechando la oferta de mano de obra durante
la recogida del referido cereal.
Era sobradamente conocido que nunca gozaron de
buena fama los que se desplazaban cada verano. Se decía, que allí sólo iban
borrachines, pendencieros y aquéllos que, por razones diferentes, la vida les
hubiese marcado de alguna forma. Algo así como los garbanzos negros de cada
localidad. No sé si estos comentarios estaban fundamentados. En mi caso, el motivo
no fue otro que el económico. Como por aquellas fechas la “cosa” estaba
bastante cortita, un día y cuando todavía no había cumplido 17 años, dije en
casa que me iba a trabajar a la Isla. La idea – recuerdo -- no cayó bien en la
familia, pero ante mi insistencia y al tratarse de que sólo sería una
temperada, mi madre cedió. Era la primera vez que salía del entorno familiar.
Dicho
esto, una mañana muy de madrugada y en bestias, partimos hacia Fregenal de la Sierra , donde deberíamos
coger el autobús. Iba acompañado de los hermanos Vicente y Francisco, de la
familia de los “trespechos”, (el segundo se encargaría de retornar al pueblo con
los animales). Al amanecer nos encontrábamos junto a nuestras maletas de tabla en
la parada de La Estellesa, coche de línea que nos trasladaría hasta Sevilla,
donde llegamos algunas horas después.
¿Ilusión,
asombro, preocupación, temor?... Todavía hoy no he podido olvidar la mezcla de
sentimientos que se agolpaban en mi cabeza... ¿En qué aventura nos habíamos metido, con lo tranquilo que vivíamos
en el pueblo? Pero ya estaba hecho y teníamos que seguir adelante. Lo contrario
no hubiese sido bien interpretado.
Mis
primeros pasos por la ciudad de la
Torre del Oro fueron desde la antigua parada del coche en la
calle Adriano, hasta la de San Pablo, junto a la Plaza de la Magdalena. El
motivo era ver a una de mis hermanas que trabajaba como sirvienta en una casa.
Después de terminada la visita, cruzando el Puente de Triana, llegamos a Plaza
del Altozano, donde subimos a un antiguo tranvía (todavía existía por aquellas
fechas) que nos trasladaría hasta la localidad de Puebla del Río.
Al
descender vimos con asombro a cientos de hombres se agolpaban junto a un
viejo y destartalado autobús que, cada dos horas y cargado a tope, iba
trasladando aquella masa humana hasta el último tramo del viaje, El Puntal. No era
posible comprar de antemano ni billetes o algo parecido que pudiera asegurar
plaza en el coche. Al subir se pagaba con dinero en efectivo y para dentro,
hasta que no cabía ni un alma. Por fin, después de esperar largo rato en una
cola interminable, nos fuimos acercando a la puerta de acceso al vehículo. Al
mismo tiempo, otro empleado de la empresa colocaba las maletas y bultos en el
techo del mismo. Arreciaban las discusiones, malos modos y empujones... La
aglomeración era inmensa, ya que todos queríamos entrar al mismo tiempo.
El
resultado fue que arrancó el autobús y
nosotros, los más “pringaillos” como se dice ahora, al no conseguir
subir, nos quedamos en tierra y sin equipaje, pues ya lo habían puesto en lo
alto del auto. No es que fuera de mucho valor pero, de momento, lo habíamos
perdido. Su conteniendo era escaso, solo los cuatros “trapillos” que nuestras
madres habían preparado. Quizá lo más apreciado fuesen las dos mantas que iban
atadas con cuerdas a las maletas.
¡Pues
ahora sí que llueve gordo!.. Aunque la desesperación y el desánimo se palpaban,
no quedaba otra solución que continuar. Por fin, después de esperar con
resignación, al anochecer volvió el coche, consiguiendo subir al mismo y partir
rumbo a la famosa Isla del Arroz. Cuando nos apearnos en El Puntal, el panorama
era desalentador. Gran multitud de hombres deambulaban por una extensa plaza
con su pavimento de tierra. ¡Pero qué sorpresa y alegría sentimos al ver que,
en el suelo y abandonados en medio de aquel gentío, se encontraban nuestros
modestos equipajes!... Sentados sobre el tronco de un árbol y bajo la escasa
luz de una farola, nos comimos lo poco
que aún nos quedaba en el “mochilo”, que supo a manjar.
¡Bueno!...
ya estábamos en la Isla.
Pero ahora, ¿dónde ir?... Caminando sin rumbo, con frecuencia
fuimos encontrando hombres bebidos y desaliñados, indigentes tumbados en
cualquier parte, bronquistas y tunantes de todo tipo. Acostumbrados al sano ambiente
del pueblo, aquello resultaba poco agradable. Más de una vez sentí temor de que
me pudiesen robar las “cuatro perras” que con tanto sacrificio había conseguido
reunir mi madre para el viaje. La situación era comparable a los campamentos de
mineros que tantas veces hemos visto en las películas del oeste americano.
Aquello de la “fiebre del oro”.
Agotados
por el viaje y hartos de deambular, llegaba el momento de plantearse dónde
dormir. Preguntando, alguien nos indicó que por una pequeña cantidad permitían
que nos tumbáramos en una especie de “corralón” bastante amplio, aunque bajo
las estrellas. Fue una solución, pues en este lugar sólo tuvimos que tender la
manta sobre el suelo y echarnos. Igualmente y colocados en forma de batería, se
encontraban decenas de hombres. Como anécdota cuento, que esa misma noche, sobre
las 03.00 horas apareció una de esas nubes de verano que, aunque no de forma
abundante, descargó la suficiente agua para obligarnos a tener que mudar la
manta bajo un techado de uralita próximo. ¡Menos mal que no hacia mucho frío!
A la
mañana del día siguiente nos pusimos de pie muy temprano. Aunque bastantes
desorientados, empezamos a movernos por el poblado tratando de tomar contacto
con el ambiente obrero. Pronto supimos cual era el motivo de encontrarse tantos
hombres desocupados. Como la meteorología andaba algo revuelta, los trabajos de
siega, trilla y secado del arroz estaban paralizados. Se decía, que la única
posibilidad de “currar” era en un secadero removiendo el grano de uno a otro
lado para su oreo. ¡Pero nada!... Estuvimos gran parte del día solicitando
trabajo en algunos tajos y nadie nos contrató. Al día siguiente igual y lo
mismo los dos posteriores. Nuestra economía llegó a ser preocupante, pues
aunque comíamos de la forma más económica posible en un bar conocido como “Casa
Comparito”, al menos en mi caso, veía cómo se agotaba el poco dinero disponible.
Gracias a que el dueño, por consumir en su establecimiento nos permitía dormir
al aire libre en un solar de tierra vallado que se encontraba junto al local.
Por
fin apareció el sol y todo empezó a cambiar. El primer día de trabajo lo echamos
en un secadero, desde horas muy tempranas hasta al anochecer. En este lugar
estuvimos algo más de una semana. La segunda ocupación fue trillando con una
antigua máquina. Recuerdo todavía que era de la marca era “Ajuria”. Sus dueños,
por cierto muy competentes, trabajaban codo a codo con nosotros. Procedían del
Norte y habían acudido a la zona para hacer su campaña. Se ganaba dinero, pero
había que currar como bestias durante muchas horas. Lo peor era la polvareda
que desprendía la trilladora procedente de la cáscara amarillenta del arroz. Formando
nube, era tan molesta que a veces te arrancabas la piel de rascarte. Al
terminar la jornada por noche, no quedaba otro remedio que zambullirte en
cualquier canal de riego de los muchos que existian por cualquier parte. Por
último terminamos segando arroz formando parte de una cuadrilla. Duro trabajo
este pues, como es conocido, la superficie donde se cultiva la planta está
completamente enfangada y al andar te hundes hasta casi la rodilla. Pero lo
peor de todo era el acoso de los mosquitos. Tan pronto oscurecía se dejaban
sentir por miles. Si dormías algo era debido al agotamiento y cansancio que sentías.
También
hubo momentos gratos. Más de una vez a lo largo de todos estos años me ha
llegado el recuerdo de un muchacho de mi edad con el que hice amistad. Dormíamos
uno al lado del otro sobre un saco a medio llenar de cascarilla de arroz. Estaba
solo, su rostro reflejaba tristeza y aunque, poco hablador, parecía sincero. En
su vida debía de estar latente algún problema que nunca supe. Faltaba algunas
noches volviendo de madrugada. Cuando le pregunté sobre sus ausencias me
respondió, que era aficionado a los toros y se desplazaba hasta una finca
cercana con la intención de dar cuatro pases a alguna vaquilla despistada. No
llegué a conocer si era realidad lo que
decía, pero un día me enseñó su muleta y espada simulada que, con misterio,
ocultaba entre sus escasas ropas.
Tengo
que decir por último, que siempre es
atrevido juzgar a la ligera. Durante mi estancia en aquella tierra pude
comprobar que a ella no acudían solamente “personajillos” señalados por mil
motivos como antes se ha dicho. Encontré también bastantes hombres honrados. Dentro
de su intimidad, es posible que cada uno de ellos guardase una historia
distinta, pero eran tan trabajadores y solidarios como los que más.
Al volver al pueblo terminada la campaña,
todos los malos momentos quedaron olvidados ante la satisfacción que sentí al
entregarle a mi madre 4.000 pesetas (de las de aquellos años) que con tanto
esfuerzo había conseguido ahorrar.
J.M. Santos
Lunes, !que valiente! tus relatos son muy amenos y sobre todo le pones sentimiento, gracias por compartirlos.
ResponderEliminarAmigo Lunes: decir amigo a un dia de la semana resulta chocante,pero eso no es lo que me ocupa a mi.
ResponderEliminarAgradecerte y darte las gracias por la dedicación de este escrito, que como todos los que tu hace,resultan amenos e interesantes, este para mi es especial por la dedicatoria, y por que creo que es uno de tus mejores relatos, la realidad que le imprimes es fantastica, sintiendote transportado a la epoca y el momento como si lo viviera uno en sus propias carnes.
Un abrazo
Bonita historia
ResponderEliminarAna Esteve, Jose Morales Garcia, Angustias Ramos y 12 personas más les gusta esto.
ResponderEliminarMaria Bermejo Que bien escrito , si una época terrible por la escasez , pero que vivencias tan enriquecedoras, y que decidido eras tu .¡¡
8 de enero a la(s) 21:53 · Me gusta
Maria Bermejo Aaaah , sigue escribiendo .¡¡¡
8 de enero a la(s) 21:54 · Me gusta
Tomás López López Magnífico José María.
8 de enero a la(s) 21:57 · Me gusta
Isabel Sanchez Rios Buen escrito José M. Santos López algunas cosas sabia ,mi padre tambien se fue a trabajar a la isla del arroz y era una persona trabajadora y buena "como tu " saludos .
8 de enero a la(s) 22:44 · Me gusta
Maria Dominguez Santos muy bueno como todos
8 de enero a la(s) 22:52 · Me gusta
Miguel Jimenez Sola José José M. Santos López, es un placer leer tus historias, y digo bien, relatos reales, pero con esa maestría, buen gusto, humildad y humanidad que pones en todo aquello que haces. Un saludo.
8 de enero a la(s) 23:34 · Me gusta
Josefina Borrallo PRECIOSO RELATO! YA TENÍA GANAS DE QUE VOLVIERAS! GRACIAS
8 de enero a la(s) 23:47 · Me gusta
Carmen García Vázquez Que foto más bonita, y que guapos
9 de enero a la(s) 0:32 · Me gusta
José Manuel Vázquez Sencillamente magistral, no dejes de llegar al corazón de todos nosotros con tus exquisitos y verídicos relatos. Un abrazo.
9 de enero a la(s) 14:53 · Me gusta
Jose Morales Garcia Interesante relato donde aflora la dureza de la vida y la ilusión de cuando éramos jóvenes que podía más que la penurias.
12 de enero a la(s) 20:51 · Me gusta