viernes, 10 de febrero de 2017

La otra cara de la vida (relato policial)

         Cuando aparezca publicado este relato, es posible que en bastantes hogares se empiece a disfrutar de ese entrañable ambiente navideño tan arraigado en nuestras costumbres. Aunque las familias sigamos soportando las consecuencias de esta devastadora e interminable crisis que nos acosa, es seguro que muchas madres intentarán hacer un esfuerzo más para que, al menos, en días tan señalados entre por sus puertas ese rayo de ilusión que hará feliz a los suyos. Estos momentos no los valoramos hasta que la vida nos enseña su cara fea. Esa que anda por ahí disfrazada, pero que nadie quiere conocer. La que entrega su tarjeta de visita cuando menos lo esperamos.

Hoy he creído oportuno relatar estos hechos, tan reales como el sol que nos alumbra, ocurridos en la tarde de un día 24 de Diciembre. Mientras que villancicos y panderetas se escuchaban por las calles de una ciudad bulliciosa y engalanada de alegría, apareció de pronto “la otra cara”; la que refleja, sin tapujos ni falsas apariencias, la cruda tragedia humana.

Han transcurrido muchos años. Por aquellas fechas prestaba servicios en el popular O91 que, como ya se dijo en mi primer relato policial, al estar en contacto directo con el pueblo llano, es donde más se aprende de la vida.

 Empezábamos nuestro turno de servicio recorriendo el sector asignado sin ninguna incidencia de importancia. De pronto, la Central Operativa transmite escueto comunicado de radio en el que se nos ordenaba acudir a un domicilio concreto en una calle de nuestra demarcación. Según llamada anónima, pudiera estar ocurriendo algo anormal al haberse escuchado gritos.

Tardamos muy poco en llegar. Era escasa la circulación y el lugar indicado quedaba más bien cerca. Aunque encontramos la puerta del bloque abierta, nadie aparecía como requirente del servicio, por lo que decidimos subir a la segunda planta y tocar directamente en el  piso. A los pocos segundos apareció tras la puerta una señora de unos 45 años --parecía que esperaba nuestra llegada--. Era una mujer de buena presencia en general y de forma correcta, nos dijo que pasáramos al interior. Al ser preguntada sobre lo que ocurría en su domicilio, muy tranquila, sin inmutarse y con tremenda frialdad respondió: “acabo de matar a mi marido. Ahí está en esa habitación”.

Tanto mi compañero como yo, llenos de asombro no dábamos crédito a las palabras escuchadas, llegando a pensar que quizá nos encontrábamos ante una persona desequilibrada. Continuamos hasta el punto indicado y al mirar al interior, el cuadro que aparecía era horripilante. Atravesado sobre una cama se encontraba un hombre completamente desnudo, ensangrentado y con la cabeza destrozada. ---No parece necesario resaltar otros detalles de la escena, que bien pudieran no ser del agrado de cualquier persona--. A su lado, un martillo de tamaño normal.

Al acercarnos se pudo comprobar de forma evidente que aquel cuerpo ya no tenía vida, por lo que no fue necesario solicitar la presencia urgente de los servicios médicos. Tras dar cuenta de los hechos a nuestra Central, mientras esperábamos a los funcionarios del Grupo de Homicidio que deberían hacerse cargo de gestiones posteriores, estuvimos conversando bastantes minutos con la presunta parricida. De forma ordenada, hablaba y hablaba sin interrupción; como si tratara de quitarse un gran peso de encima. Contó, que aunque su marido tenía estudios universitarios y un puesto de trabajo relevante en una empresa muy conocida –se omite--, su relación de matrimonio estaba tan degradada, que ya no sentía interés por nada. No era necesario ser un experto para deducir por sus palabras, que el origen de su comportamiento pudiera estar en las continuadas, locas y extravagantes fantasías sexuales del que había sido su esposo. Para mayor sorpresa vimos como, de forma inesperada y venciendo su pudor, la mujer desabrochó los botones de su camisa dejando al descubierto unos pechos en los que se apreciaban algunas pequeñas quemaduras. Según ella, se las había producido su compañero con un cigarro. Al parecer,  este comportamiento había sido el detonante de su acción: “Ya no pude aguantar más, dijo. Cogí el martillo y, ciega de rabia, le golpeé repetidas veces en la cabeza hasta causarle la muerte”.

¿Podrían haber existido otras causas...? Es posible, pero del total esclarecimiento de lo sucedido, ya se harían cargo los compañeros que llegaron poco después. Por nuestra parte, al no haber ninguna otra gestión a realizar como servicio de urgencia, le hicimos saber a la Sala que nos marchábamos del lugar quedando de nuevo disponibles.

Bastante afectados, estuvimos algo más de una hora patrullando la zona hasta que decidimos hacer un alto en un bar conocido. El descanso fue más bien breve porque, mientras tomábamos café comentando lo ocurrido, un nuevo comunicado ordenaba muestro desplazamiento urgente a la Barriada de Torreblanca; concretamente a la calle Granados, zona marginal que se conoce como “las casitas bajas” donde al parecer, se había producido un incendio.

El coche policial acudió al lugar tan pronto como fue posible, encontrando al llegar gran humareda que salía por la puerta y ventanas de una muy pequeña casa de dos plantas. La situación, en principio parecía alarmante, dando la impresión de que desde el interior podían aparecer llamaradas en cualquier momento. Frente a la vivienda, numerosos curiosos se disputaban un sitio preferente como espectadores de primera fila (lo normal en estos casos).

Por información de algún vecino pudimos saber que no se trataba de un incendio como tal, sino que el único inquilino de la casa, había encendido una hoguera en mitad del reducido salón. Al acercarnos a la puerta para comprobar lo que ocurría, a través del humo se vislumbraba la silueta de un hombre junto al fuego. Éste, tan pronto se percató de la presencia policial, echó a correr hacia el interior, desapareciendo de inmediato. Momentos después vimos como el individuo, empuñando un hacha de tamaño regular, se había encaramado en lo más alto del tejado. Todo había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos y sin tiempo de reacción por parte nuestra. Mientras tanto, cada minuto acudía más público al lugar; ya era  multitud que, expectante, esperaba ver el desenlace de cuanto acontecía.

Alguien nos hizo saber que el protagonista de los hechos se llamaba Bernabé, hombre que muy bien pudiera encontrarse “tocadillo de coco”. A pesar de los numerosos requerimientos que se le hacían para que desistiera de su actitud, todos resultaban inútiles. Lejos de obedecer tomó asiento sobre las tejas, sin la más mínima intención de bajar, pensando quizá que allí se encontraba seguro.

Como era necesario resolver de alguna forma, decidimos que uno de nosotros debería quedarse protegiendo el coche policial, en vista de los muchos “personajillos” sobradamente conocidos que merodeaban por el lugar -más de una vez en situación y lugar similar, el vehículo había resultado con los cristales partidos u otros daños-.

Por dicho motivo acordamos que, por ser de mayor edad, mi compañero permanecería cerca del patrullero, pero muy pendiente de intervenir si hubiese sido necesario.

 Sin pensarlo dos veces, siguiendo los pasos de nuestro protagonista, a través de una pequeña azotea fue fácil acceder al tejado. Momentos después estábamos sentados a escasos metros uno del otro; aunque sin quitar el ojo del hacha que el individuo aún mantenía en sus manos.

El ambiente en la calle, más que la observación de una actuación policial, empezaba a parecer un circo. Entre el numeroso público, unos reían, aplaudían otros y tampoco faltaban algunos silbidos. Todo un espectáculo. Varios minutos de conversación sin trascendencia fueron suficientes para que nuestro hombre fuese perdiendo temor y ganando confianza. Llegó incluso a acercarse lo suficiente para coger el cigarro que le ofrecía. Amigablemente, como si nos conociésemos de toda la vida, fumamos juntos mientras le convencía para que entregase la herramienta de corte. Hay que señalar también, que en ningún momento mostró agresividad.

Poco después nos encontrábamos los tres en el saloncito junto a la hoguera que, aunque más apaciguada, todavía se mantenía encendida. Mientras charlábamos con Bernabé, pudimos apreciar por sus palabras, que posiblemente padeciera algún tipo de trastorno mental. A pesar de ello mantenía una conversación normalizada, dando la impresión de ser una persona amable y educada. Su edad podría estar cercana a los 40 años, siendo su aspecto general algo desaliñado.

 Ya sin recelo, hablaba sin parar de cómo había transcurrido su vida --que no debió de ser un camino de rosas-- mientras vivió en la casa con su madre y otro hermano. Éstos, según él, en esa fecha se encontraban internos en un centro  psiquiátrico.

Al ser preguntado sobre el origen de la hoguera contestó con la mayor naturalidad del mundo, que su intención no era otra sino preparar una comida distinta por ser Noche Buena. Aquel hombre, con sus ojos humedecidos, recordaba con ternura como su madre preparaba la cena familiar en día tan importante cuando él era niño. Quizá, impulsado por ese recuerdo que en el momento de los hechos rondaría por su mente, con el hacha había destrozado los pocos muebles que le quedaban, prendiéndoles fuego. Sobre las brasas pensaba asar unas patatas que alguien le había regalado; que por cierto, era el contenido de una bolsa que se encontraba próxima a la hoguera.

Hay que decir como  punto menos dramático de este relato,  que mientras se llevaban a cabo los trámites burocráticos para que la ambulancia le trasladase a un centro apropiado, nuestro hombre se empeñaba una y otra vez en enseñarnos el resto de su casa. Aunque no quedaba ni un solo mueble, llamaba la atención que el suelo de una pequeña habitación de la planta superior, estaba cubierto en su totalidad por gran cantidad de trocitos muy pequeños de goma-espuma, arrancados posiblemente a tirones de una pieza mayor. Cuando se le preguntó por su significado, respondió: “Pues  sencillo de entender señor agente. Éste es mi dormitorio y cuando llego “colocao”,  subo como puedo hasta aquí y me dejo caer. Para cualquier lado que me tumbe, quedo acostado”.

Todavía quedaba tiempo suficiente para continuar el servicio hasta que llegó la hora del relevo. Al despedirme con un abrazo de mi compañero, ninguno de los dos pudimos evitar que un reflejo de emoción apareciera por nuestros ojos. Había sido un turno de lo más completo. Una vez en casa y mientras cenábamos en familia, en ningún momento pude sacudir de la mente el recuerdo de tan tristes momentos.                                           

                                                                                                                                    J.M. Santos                      



1 comentario:

  1. QUERIDO AMIGO TERRIBLE RELATO QUE SEGURO TE SE GRABÓ PARA SIEMPRE,PERO DEDUZCO QUE TE SIRVIÓ PARA HUMANIZARTE MAS EN ESE TRABAJO TAN INGRATO.

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