Cuando aparezca publicado este relato, es posible que en bastantes hogares se empiece a disfrutar de ese entrañable ambiente navideño tan arraigado en nuestras costumbres. Aunque las familias sigamos soportando las consecuencias de esta devastadora e interminable crisis que nos acosa, es seguro que muchas madres intentarán hacer un esfuerzo más para que, al menos, en días tan señalados entre por sus puertas ese rayo de ilusión que hará feliz a los suyos. Estos momentos no los valoramos hasta que la vida nos enseña su cara fea. Esa que anda por ahí disfrazada, pero que nadie quiere conocer. La que entrega su tarjeta de visita cuando menos lo esperamos.
Hoy he creído oportuno relatar estos hechos, tan
reales como el sol que nos alumbra, ocurridos en la tarde de un día 24 de
Diciembre. Mientras que villancicos y panderetas se escuchaban por las calles de
una ciudad bulliciosa y engalanada de alegría, apareció de pronto “la otra
cara”; la que refleja, sin tapujos ni falsas apariencias, la cruda tragedia
humana.
Han transcurrido muchos años. Por aquellas fechas
prestaba servicios en el popular O91 que, como ya se dijo en mi primer relato
policial, al estar en contacto directo con el pueblo llano, es donde más se
aprende de la vida.
Empezábamos
nuestro turno de servicio recorriendo el sector asignado sin ninguna incidencia
de importancia. De pronto, la Central Operativa transmite escueto comunicado de
radio en el que se nos ordenaba acudir a un domicilio concreto en una calle de nuestra
demarcación. Según llamada anónima, pudiera estar ocurriendo algo anormal al
haberse escuchado gritos.
Tardamos muy poco en llegar. Era escasa la
circulación y el lugar indicado quedaba más bien cerca. Aunque encontramos la
puerta del bloque abierta, nadie aparecía como requirente del servicio, por lo
que decidimos subir a la segunda planta y tocar directamente en el piso. A los pocos segundos apareció tras la
puerta una señora de unos 45 años --parecía que esperaba nuestra llegada--. Era
una mujer de buena presencia en general y de forma correcta, nos dijo que
pasáramos al interior. Al ser preguntada sobre lo que ocurría en su domicilio, muy
tranquila, sin inmutarse y con tremenda frialdad respondió: “acabo de matar a mi marido. Ahí está en esa
habitación”.
Tanto mi compañero como yo, llenos de asombro no
dábamos crédito a las palabras escuchadas, llegando a pensar que quizá nos
encontrábamos ante una persona desequilibrada. Continuamos hasta el punto
indicado y al mirar al interior, el cuadro que aparecía era horripilante.
Atravesado sobre una cama se encontraba un hombre completamente desnudo,
ensangrentado y con la cabeza destrozada. ---No parece necesario resaltar otros
detalles de la escena, que bien pudieran no ser del agrado de cualquier
persona--. A su lado, un martillo de tamaño normal.
Al acercarnos se pudo comprobar de forma evidente
que aquel cuerpo ya no tenía vida, por lo que no fue necesario solicitar la
presencia urgente de los servicios médicos. Tras dar cuenta de los hechos a
nuestra Central, mientras esperábamos a los funcionarios del Grupo de Homicidio
que deberían hacerse cargo de gestiones posteriores, estuvimos conversando
bastantes minutos con la presunta parricida. De forma ordenada, hablaba y
hablaba sin interrupción; como si tratara de quitarse un gran peso de encima.
Contó, que aunque su marido tenía estudios universitarios y un puesto de
trabajo relevante en una empresa muy conocida –se omite--, su relación de
matrimonio estaba tan degradada, que ya no sentía interés por nada. No era
necesario ser un experto para deducir por sus palabras, que el origen de su
comportamiento pudiera estar en las continuadas, locas y extravagantes fantasías
sexuales del que había sido su esposo. Para mayor sorpresa vimos como, de forma
inesperada y venciendo su pudor, la mujer desabrochó los botones de su camisa
dejando al descubierto unos pechos en los que se apreciaban algunas pequeñas quemaduras.
Según ella, se las había producido su compañero con un cigarro. Al parecer, este comportamiento había sido el detonante de
su acción: “Ya no pude aguantar más,
dijo. Cogí el martillo y, ciega de rabia, le golpeé repetidas veces en la
cabeza hasta causarle la muerte”.
¿Podrían
haber existido otras causas...? Es posible, pero del total esclarecimiento de
lo sucedido, ya se harían cargo los compañeros que llegaron poco después. Por
nuestra parte, al no haber ninguna otra gestión a realizar como servicio de
urgencia, le hicimos saber a la Sala que nos marchábamos del lugar quedando de
nuevo disponibles.
Bastante afectados, estuvimos algo más de una hora
patrullando la zona hasta que decidimos hacer un alto en un bar conocido. El
descanso fue más bien breve porque, mientras tomábamos café comentando lo
ocurrido, un nuevo comunicado ordenaba muestro desplazamiento urgente a la
Barriada de Torreblanca; concretamente a la calle Granados, zona marginal que
se conoce como “las casitas bajas” donde al parecer, se había producido un
incendio.
El coche policial acudió al lugar tan pronto como
fue posible, encontrando al llegar gran humareda que salía por la puerta y
ventanas de una muy pequeña casa de dos plantas. La situación, en principio parecía alarmante, dando
la impresión de que desde el interior podían aparecer llamaradas en cualquier
momento. Frente a la vivienda, numerosos curiosos se disputaban un sitio
preferente como espectadores de primera fila (lo normal en estos casos).
Por información de algún
vecino pudimos saber que no se trataba de un incendio como tal, sino que el
único inquilino de la casa, había encendido una hoguera en mitad del reducido
salón. Al acercarnos a la puerta para comprobar lo que ocurría, a través del
humo se vislumbraba la silueta de un hombre junto al fuego. Éste, tan pronto se
percató de la presencia policial, echó a correr hacia el interior,
desapareciendo de inmediato. Momentos después vimos como el individuo, empuñando
un hacha de tamaño regular, se había encaramado en lo más alto del tejado. Todo
había ocurrido en un abrir y cerrar de ojos y sin tiempo de reacción por parte
nuestra. Mientras tanto, cada minuto acudía más público al lugar; ya era multitud que, expectante, esperaba ver el desenlace
de cuanto acontecía.
Alguien nos hizo
saber que el protagonista de los hechos se llamaba Bernabé, hombre que muy bien
pudiera encontrarse “tocadillo de coco”. A pesar de los numerosos
requerimientos que se le hacían para que desistiera de su actitud, todos resultaban
inútiles. Lejos de obedecer tomó asiento sobre las tejas, sin la más mínima
intención de bajar, pensando quizá que allí se encontraba seguro.
Como era necesario resolver
de alguna forma, decidimos que uno de nosotros debería quedarse protegiendo el
coche policial, en vista de los muchos “personajillos” sobradamente conocidos que
merodeaban por el lugar -más de una vez en situación y lugar similar, el
vehículo había resultado con los cristales partidos u otros daños-.
Por dicho motivo acordamos que, por
ser de mayor edad, mi compañero permanecería cerca del patrullero, pero muy
pendiente de intervenir si hubiese sido necesario.
Sin pensarlo dos veces, siguiendo los pasos de
nuestro protagonista, a través de una pequeña azotea fue fácil acceder al
tejado. Momentos después estábamos sentados a escasos metros uno del otro; aunque
sin quitar el ojo del hacha que el individuo aún mantenía en sus manos.
El ambiente en la
calle, más que la observación de una actuación policial, empezaba a parecer un
circo. Entre el numeroso público, unos reían, aplaudían otros y tampoco faltaban
algunos silbidos. Todo un espectáculo. Varios minutos de conversación sin
trascendencia fueron suficientes para que nuestro hombre fuese perdiendo temor
y ganando confianza. Llegó incluso a acercarse lo suficiente para coger el
cigarro que le ofrecía. Amigablemente, como si nos conociésemos de toda la
vida, fumamos juntos mientras le convencía para que entregase la herramienta de
corte. Hay que señalar también, que en ningún momento mostró agresividad.
Poco después nos
encontrábamos los tres en el saloncito junto a la hoguera que, aunque más apaciguada,
todavía se mantenía encendida. Mientras charlábamos con Bernabé, pudimos apreciar
por sus palabras, que posiblemente padeciera algún tipo de trastorno mental. A
pesar de ello mantenía una conversación normalizada, dando la impresión de ser
una persona amable y educada. Su edad podría estar cercana a los 40 años,
siendo su aspecto general algo desaliñado.
Ya sin recelo, hablaba sin parar de cómo había
transcurrido su vida --que no debió de ser un camino de rosas-- mientras vivió en
la casa con su madre y otro hermano. Éstos, según él, en esa fecha se
encontraban internos en un centro psiquiátrico.
Al ser preguntado sobre
el origen de la hoguera contestó con la mayor naturalidad del mundo, que su
intención no era otra sino preparar una comida distinta por ser Noche Buena.
Aquel hombre, con sus ojos humedecidos, recordaba con ternura como su madre preparaba
la cena familiar en día tan importante cuando él era niño. Quizá, impulsado por
ese recuerdo que en el momento de los hechos rondaría por su mente, con el
hacha había destrozado los pocos muebles que le quedaban, prendiéndoles fuego. Sobre
las brasas pensaba asar unas patatas que alguien le había regalado; que por
cierto, era el contenido de una bolsa que se encontraba próxima a la hoguera.
Hay que decir como punto menos dramático de este relato, que mientras se llevaban a cabo los trámites
burocráticos para que la ambulancia le trasladase a un centro apropiado, nuestro
hombre se empeñaba una y otra vez en enseñarnos el resto de su casa. Aunque no
quedaba ni un solo mueble, llamaba la atención que el suelo de una pequeña
habitación de la planta superior, estaba cubierto en su totalidad por gran
cantidad de trocitos muy pequeños de goma-espuma, arrancados posiblemente a
tirones de una pieza mayor. Cuando se le preguntó por su significado,
respondió: “Pues sencillo de entender señor agente. Éste es mi
dormitorio y cuando llego “colocao”, subo como puedo hasta aquí y me dejo caer.
Para cualquier lado que me tumbe, quedo acostado”.
Todavía quedaba tiempo suficiente para continuar el servicio hasta que llegó la hora del relevo. Al despedirme con un abrazo de mi compañero, ninguno de los dos pudimos evitar que un reflejo de emoción apareciera por nuestros ojos. Había sido un turno de lo más completo. Una vez en casa y mientras cenábamos en familia, en ningún momento pude sacudir de la mente el recuerdo de tan tristes momentos.
J.M. Santos
QUERIDO AMIGO TERRIBLE RELATO QUE SEGURO TE SE GRABÓ PARA SIEMPRE,PERO DEDUZCO QUE TE SIRVIÓ PARA HUMANIZARTE MAS EN ESE TRABAJO TAN INGRATO.
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